Thursday, January 2, 2014

Cuando lo que callamos dice más de lo que hablamos

A menudo escuchamos testimonios, anécdotas, de personas ansiosas por mostrar su sabiduría o la experiencia que los hizo madurar, crecer, o entender lo que a su criterio fue un evento único, que no puede ser dejado de mencionar por la vital importancia de su singularidad ejemplarizante.

Con lujo de detalles, -demasiado lujo y excesivos detalles-, relatan los sucesos.

Como las crónicas policiales, hacen hincapié en lo más sangriento o cruel de los episodios, para mostrarte que tus actuales circunstancias son apenas sombra de lo que te podría estar sucediendo. Piensan para sus adentros -se queja de lleno-.  En su intento por racionalizar de alguna forma tus desgracias, infieren -sin expresarlo en voz alta- que deberías analizarte y no quejarte tanto porque seguramente lo que te sucede es en parte o casi todo, tu responsabilidad.
Intentan probar que, de acuerdo a su conocimiento del asunto, del exhaustivo análisis, y de su sabio juicio, tendrías que aprender de tu desgracia y no llorar.

La ayuda que buscan proveer resulta en más miedo, ansiedad y aumento del sentido de culpa, del que inicialmente tenías antes de recibir el supuesto aliento.

No es asunto nuevo.

El consuelo por la pérdida de alguien muy querido, de las exiguas pertenencias, de un trabajo que cesó inesperadamente, o de una extrema injusticia recibida, no es casi nunca el adecuado. Y la razón simple y fundamental es que el consejero no es el afectado, y su visión del asunto es externa.
Y para no sumarnos a los que te señalan con el dedo, y te sientan en el banco de los acusados, te propongo un ejercicio, una puesta en escena en tu mente, que me ayude a mí a expresarme y a ti a aliviar temporalmente tu dolor.

Imagina que eres inmensamente rico, que tienes muchos hijos, y que eres respetado y admirado por tus congéneres, que te buscan para recibir consejos, y que ayudas a todos los que se cruzan por tu camino.

El sol te quema, pero puedes guarecerte en tu casa. Si tienes frío, abundan las prendas de abrigo en tu guardarropa. Te aman y amas. Ordenas y eres obedecido. Tu mesa siempre es servida con abundancia.

Got the picture?
¿Te haces la idea?
¿Sabes de qué hablo?

Todo anda bien.
Entonces alguien golpea a la puerta y tu realidad se desmorona. Para colmos, cuando crees que no puede sucederte nada peor, suena el teléfono y te dan el golpe de gracia.

No te desmayas. Pero casi.

Sacudes la cabeza para despertar de la pesadilla. Cierras los ojos, los vuelves a abrir. Lentamente asumes que es verdad.

Luego de un lapso corto, comienzan a llegar los amigos.

En tu angustia, abres tu corazón. Contestas una y otra vez las mismas preguntas.
Los más íntimos se quedan. Quieren ayudar.
Pero no pueden permanecer callados.
Y sus palabras lastiman más que el propio dolor.

Eso fue lo que le sucedió a Job. Y vaya que fue golpeado. De millonario a estar sentado en un basurero, rascándose las llagas con un pedazo de ladrillo.

Sus amigos también se hicieron presentes. Los tres más íntimos.
Compartieron la angustia del caído por siete días en silencio.
Pero no aguantaron más, figúrate, siete días sin hablar.
Entonces brotaron de sus labios, en estampida violenta, todo tipo de causas de los males del hombre en desgracia.
Sus razonamientos tenían algo en común, en la prolongada exposición de cada uno, encontraron que el responsable de todo era la víctima.

Imagínate. Murieron los hijos en un desastre natural, le robaron, y mataron a sus empleados, su mujer lo abandonó, y una enfermedad visiblemente asquerosa deformó su piel. Clamando para que la muerte llegara, en lugar de ellas, se hicieron presentes los tres camaradas para juzgar, y lo declararon ¡culpable! Era un pecador y lo que le estaba sucediendo era el pago por sus transgresiones.

Con amigos así ¿quién necesita enemigos?

Es tiempo de preguntarnos, Dios: ¿Qué dice al respecto?

Bueno, en el caso de Job, y que se aplica en situaciones similares, el Creador les dijo directamente que estaba muy enojado por sus aventuradas acusaciones. Tan disgustado estaba que le indicó a Job que si no ofrecía un sacrificio y oraba por ellos, su ira se iba a desatar sobre los bocones.

Efesios 4:15 nos indica cual es la medida de nuestro consejo: “sino para que profesemos la verdad en amor y crezcamos en todo en Cristo…”

La justa medida es la Palabra de Dios, pero usada con amor y misericordia. Debemos poner freno a nuestra lengua. De no ser así, podemos causar más daño del que vinimos a reparar.

Muchas veces la presencia nuestra, en silencio, es la mejor compañía para el afectado.

Repasemos el tema del amor, porque en definitiva, es el único consejero que puede volver sabias nuestras palabras, y nuestro silencio.

Pablo lo describe magistralmente: “El amor es paciente y bondadoso; no es envidioso ni jactancioso, no se envanece; no hace nada impropio; no es egoísta ni se irrita; no es rencoroso; no se alegra de la injusticia, sino que se une a la alegría de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” 1 Corintios 13:4

Dios te bendiga

Te saluda tu hermano en Cristo

Roosevelt Altez

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