Y salieron
de sus escondrijos como quienes se asoman luego de una tormenta de arena,
sacudiéndose la desesperanza de siglos de silencio, sucios por fuera y por
dentro, derrotados, cansados de su miseria. Venían de la dilatada provincia, de
las afueras de la ciudad, de los campos resecos. En sus miradas, la agonizante
luz que les dejaran sus ancestros brillaba de a ratos, como una lumbre soplada
para que no muera, un punto encendido dentro del diminuto rescoldo de bordes
oscuros, moribundo.
Habían
escuchado la noticia. Un harapiento desconocido había surgido en el camino del desierto. Para quienes llevaban esperando cuatrocientos
años la voz del Yo Soy, aquella figura singular era la esperanza misma. Pregonando,
alzando la voz entre serpientes y escorpiones, cada día se acercaba al riacho
con un solo mensaje: ¡arrepiéntanse!
Desempolvaron
los anaqueles de la memoria, las historias repetidas alrededor del fogón
familiar. Hubo un tal Jonás, vomitado por un pez, que anduvo pregonando por tres
días en la urbe de Nínive el mismo mensaje, con tal poder que hasta los
animales ayunaron. Pero imposible que fuera el mismo, eso sucedió hace
muchísimo tiempo, en una sociedad mala, de gente perversa.
Ellos no
eran ninivitas, eran judíos, hijos del padre Abraham. Olvidados de Dios,
pordioseros espirituales, buscando huellas en los cielos, en el viento, en las
arenas calcinantes, indicios de aquel Dios que hiciera temblar el Monte Santo,
que llenara de humo el famoso templo, que cuando hablaba el pueblo enterraba
espantado la cabeza en el suelo.
Afligidos, sufriendo
el acoso de los invasores, y de la propia élite religiosa, se dirigieron en multitudes a cruzar el
arroyuelo que otrora llamaran río, para escuchar el mensaje.
Curioso. En
vez del llamado venir del majestuoso templo de Herodes, surgía de un charco; en
lugar de la proclama resonar con trompetas, de la boca de un sacerdote ricachón
de túnica recamada con hilos de oro, el clamor emanaba de un ermitaño, de
áspera túnica de pelos de camello: barbudo, despeinado, y con las uñas llenas
de tierra. Los que iban llegando formaban una larga fila, descendiendo a las
aguas para ser sumergidos en el ritual purificador. Por unos segundos, el brazo
que les sumergía los privaba de respirar lo suficiente para que, al emerger,
aspiraran como un recién venido al mundo, con un prolongado gemido que les
volvía a llenar las entrañas del aire.
Los
maestros de la ley, el colegiado de hacedores de jurisprudencia, del yugo de
preceptos, también se acercaron. Pero quedaban en la orilla, observando a
prudente distancia, recelosos de una voz que sonaba mas fuerte que las de
ellos, que atraía a multitudes, un líder desconocido, peligroso. Y se
preguntaban: ¿Quién le dio autorización para meterse en el río? ¿para llamar al
arrepentimiento? Ellos eran los sabios, los tenedores de los rollos sagrados.
Los únicos que conocían la Torá.
Y le
increpaban a la distancia: ¿Quién eres?
̶ Soy una voz que clama en el desierto.
Respuesta
simple, concreta e ininteligible.
Pero las
multitudes lo escuchaban. Y no sólo eso. Según él, atrás venía
otro. Si este hacía ruido, el siguiente iba a ser peor.
Y decía:
-Viene tras mí alguien que es más poderoso que
yo, a quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado.
Y lo mataron por eso. Acallaron, o creyeron hacerlo,
la voz del que clamaba en el desierto.
Pero el que
había de venir, llegó.
Y convirtió
el agua en vino, y subió al monte, y habló.
Y lo
mataron por eso, colgaron de un madero al único que los podía redimir. Se
alegraron, hicieron fiesta y se mandaron obsequios.
Surgieron
doce más, y los mataron uno a uno.
No lograron
apagar el mensaje. Ahora son millones. La voz se ha extendido por el mundo.
Aunque siguen matando a los mensajeros, es imparable
Es inmortal
como la esperanza, es eterna como el amor.
Vive.
REJA
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