Wednesday, June 1, 2022

La voz

 


Y salieron de sus escondrijos como quienes se asoman luego de una tormenta de arena, sacudiéndose la desesperanza de siglos de silencio, sucios por fuera y por dentro, derrotados, cansados de su miseria. Venían de la dilatada provincia, de las afueras de la ciudad, de los campos resecos. En sus miradas, la agonizante luz que les dejaran sus ancestros brillaba de a ratos, como una lumbre soplada para que no muera, un punto encendido dentro del diminuto rescoldo de bordes oscuros, moribundo.

Habían escuchado la noticia. Un harapiento desconocido había surgido en el camino del desierto.  Para quienes llevaban esperando cuatrocientos años la voz del Yo Soy, aquella figura singular era la esperanza misma. Pregonando, alzando la voz entre serpientes y escorpiones, cada día se acercaba al riacho con un solo mensaje: ¡arrepiéntanse!

Desempolvaron los anaqueles de la memoria, las historias repetidas alrededor del fogón familiar. Hubo un tal Jonás, vomitado por un pez, que anduvo pregonando por tres días en la urbe de Nínive el mismo mensaje, con tal poder que hasta los animales ayunaron. Pero imposible que fuera el mismo, eso sucedió hace muchísimo tiempo, en una sociedad mala, de gente perversa.

Ellos no eran ninivitas, eran judíos, hijos del padre Abraham. Olvidados de Dios, pordioseros espirituales, buscando huellas en los cielos, en el viento, en las arenas calcinantes, indicios de aquel Dios que hiciera temblar el Monte Santo, que llenara de humo el famoso templo, que cuando hablaba el pueblo enterraba espantado la cabeza en el suelo.

Afligidos, sufriendo el acoso de los invasores, y de la propia élite religiosa,  se dirigieron en multitudes a cruzar el arroyuelo que otrora llamaran río, para escuchar el mensaje.

Curioso. En vez del llamado venir del majestuoso templo de Herodes, surgía de un charco; en lugar de la proclama resonar con trompetas, de la boca de un sacerdote ricachón de túnica recamada con hilos de oro, el clamor emanaba de un ermitaño, de áspera túnica de pelos de camello: barbudo, despeinado, y con las uñas llenas de tierra. Los que iban llegando formaban una larga fila, descendiendo a las aguas para ser sumergidos en el ritual purificador. Por unos segundos, el brazo que les sumergía los privaba de respirar lo suficiente para que, al emerger, aspiraran como un recién venido al mundo, con un prolongado gemido que les volvía a llenar las entrañas del aire.

Los maestros de la ley, el colegiado de hacedores de jurisprudencia, del yugo de preceptos, también se acercaron. Pero quedaban en la orilla, observando a prudente distancia, recelosos de una voz que sonaba mas fuerte que las de ellos, que atraía a multitudes, un líder desconocido, peligroso. Y se preguntaban: ¿Quién le dio autorización para meterse en el río? ¿para llamar al arrepentimiento? Ellos eran los sabios, los tenedores de los rollos sagrados. Los únicos que conocían la Torá.

Y le increpaban a la distancia: ¿Quién eres?

̶  Soy una voz que clama en el desierto.

Respuesta simple, concreta e ininteligible.

Pero las multitudes lo escuchaban. Y no sólo eso. Según él, atrás venía otro. Si este hacía ruido, el siguiente iba a ser peor.

Y decía:

 -Viene tras mí alguien que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado.

 Y lo mataron por eso. Acallaron, o creyeron hacerlo, la voz del que clamaba en el desierto.

Pero el que había de venir, llegó.

Y convirtió el agua en vino, y subió al monte, y habló.

Y lo mataron por eso, colgaron de un madero al único que los podía redimir. Se alegraron, hicieron fiesta y se mandaron obsequios.

Surgieron doce más, y los mataron uno a uno.

No lograron apagar el mensaje. Ahora son millones. La voz se ha extendido por el mundo. Aunque siguen matando a los mensajeros, es imparable

Es inmortal como la esperanza, es eterna como el amor.   

Vive.

REJA


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