La toma de
decisiones de grupos comunitarios, consejos de ciudades, o gobiernos, no
siempre son basadas en hechos, siendo común los apresuramientos, y el no tomar
en cuenta los antecedentes del caso. Una vez resuelta y aplicada la medida las
consecuencias no tardan en sacar a la luz el error y sus porqués.
Raramente
se revierte la medida, pues hacerlo es admitir la equivocación, algo que los
humanos evadimos siempre que nos es posible.
Quienes
nos ocupamos de indagar sobre el comportamiento humano, somos sensibles a las
historias, anécdotas y leyendas que han permanecido o que se repiten de tanto
en tanto, y que el viento lleva y distribuye a su antojo por el mundo.
Como no
existe pecado nuevo, y encontramos la piedra en que tropezamos una y otra vez,
sacamos, de tanto caer y levantarnos,
conclusiones. A veces aprendemos, otras no.
Esta
historia nos llegó a lomos de la brisa que sopla sobre los Alpes austríacos,
hacia los mares. Seguro la detuvo una vela y se deslizó a cubierta, donde un
inmigrante la hizo suya, y al desembarcar en las costas, la liberó mojada de
amor por la tierra que dejara atrás:
“Habla de
un solitario habitante de una floresta tranquila de Austria, en la ladera de
una montaña que mira al oriente. Atraídos por la quietud y la belleza inefable
del paraje, algunos lugareños erigieron sus viviendas entre los estanques
naturalmente creados por las vertientes de agua cristalina, que nacían en los
manantiales ocultos en la floresta, y corrían cantarinos hasta el lugar.
Para
mantener la diáfana belleza de esas corrientes, el consejo recién formado de la
villa, contrató a un silencioso morador de las verdes espesuras, con el
cometido de cuidar que las fuentes se mantuviesen libres de hojarasca, ramas
caídas y cualquier otro objeto que pudiera caer en los manantiales, como
también en su camino de descenso, hasta los estanques.
Silenciosamente,
fiel a su cometido, el guardián de los manantiales recorría con frecuencia
todas las nacientes de agua, removiendo cualquier cosa que pudiera enturbiar la
pureza de los afluentes que bajaban alegres de la montaña.
El pueblo
comenzó a ser conocido y visitado por turistas ávidos de la pureza natural de
aquellas aguas. Agregando más atractivo a la hermosura derivada de su
incontaminada naturaleza, cisnes nadaban sobre las mansas superficies y
anidaban a sus orillas. Granjeros se beneficiaban de las riquezas contenidas en
el vital regalo. Con ellas irrigaban sus plantíos, obtenían saludables frutas y
verduras, agradables a la vista y el paladar.
Restaurantes
estratégicamente ubicados permitían a los visitantes disfrutar de la excelente
comida mientras se extasiaban con el paisaje.
Así
pasaron los años, como pasaba el silencioso guardián en la floresta,
inadvertidamente.
Una tarde,
en su reunión semestral, el consejo del pueblo se ocupó en revisar el
presupuesto comunitario. A uno de los integrantes le llamó la atención el
salario que se pagaba a aquel oscuro personaje de las espesuras, por algo que
parecía inverosímil, cuidar los manantiales.
El
tesorero preguntó: ¿Quién es ese viejo? ¿Por qué lo mantenemos año tras año?
Tan lejos como yo sé, no nos reporta ningún beneficio. ¡Definitivamente, no lo
necesitamos! Y sin más, por voto unánime, decidieron
prescindir de los servicios del veerano guardián.
Pasaron
varias semanas y nada sucedió. Pero al principio del otoño, los árboles
comenzaron a perder sus hojas. Ramas se quebraban y caían en los torrentes,
interrumpiendo el fluido murmullo.
Una tarde,
alguien notó un color amarillento, en las aguas que bajaban, todavía poco
perceptible. Pocos días después el color se tornó marrón. Pasando una semana,
una película de babosidad espesa apareció flotando en los estanques y un olor
nauseabundo se elevó de la superficie, y se extendió por los bancos arenosos de
sus orillas. Los molinos de agua se enlentecieron hasta parar por completo. Los
cisnes abandonaron el hábitat, al igual que los turistas. Enfermedades
desconocidas hicieron su aparición en la villa.
Avergonzados,
los integrantes del consejo llamaron a una reunión extraordinaria, confesaron
su tremendo error, y volvieron a contratar al viejo guardián de los
manantiales. En unas pocas semanas las corrientes y estanques retomaron su
pureza”
Se extraen
varias enseñanzas de esta historia.
La pureza
del manantial, que brota de la tierra, quedando así expuesto a los
contaminantes, es como la pureza de los niños. Y nosotros somos los guardianes
de esos manantiales. Especialmente los padres y los maestros.
Cada día
se deben revisar las inocentes aguas de sus corazones y sus mentes, y retirar
todas las ideas maliciosas, las palabras vanas y ociosas, y toda mala
interpretación debe ser corregida.
Los padres
que no cuidan de la inocencia de sus hijos son responsables por los torrentes
putrefactos de sus acciones cuando crecen. Los maestros que no cuidan
celosamente de lo que enseñan, no sólo no guardan la inocencia, están arrojando
contaminantes a sus vertientes.
Los
gobiernos que no analizan cuidadosamente el contenido del material didáctico y
la bibliografía de consulta de los medios de enseñanza son culpables del desvío
de las generaciones futuras. Peores aún son aquellos que obligan a los maestros
a enseñar textos donde el odio generacional y las diferencias políticas son
manifiestas. Están envenenando los manantiales.
Jesús
dijo: “Dejad que los niños vengan a mi” Mateo 19:14, y también en el capítulo
18:3 dijo: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como
este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba
en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe”
A medida
que crecemos, el descreimiento gana terreno en nosotros, nos endurecemos y ya
no somos capaces de entender los pensamientos de los pequeños, nos enojamos con
ellos, los reprendemos y los obligamos a crecer prematuramente. La presencia de
Dios retrocede, el Espíritu se arrincona en lo profundo y allí permanece hasta
que alguien lo despierta.
"...de
la abundancia del corazón habla la boca" Mateo 12:34
Y debemos
ser estos “alguien”. Jesús expresó nuestra razón de ser: “Vosotros sois la luz
del mundo; una ciudad asentada en un monte no se puede esconder” … “Así alumbre
vuestra luz delante de los hombres” También nos comparó con la sal de la
tierra, y dijo que si no salamos, si no le damos un gusto cristiano, de bondad
y misericordia a nuestros congéneres, no servimos para nada, sino para: “ser
echados fuera y hollados por los hombres”
Es una
enorme responsabilidad. ¿La asumes?
Bendiciones
Tu hermano
en Cristo
Roosevelt Jackson Altez
Magister
Estudios Teológicos “Logos Christian University”
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